“No es necesario ser soldado de guerra, ni visitar un campo de refugiados en Siria o en el Congo para encontrar el trauma. Los traumas nos suceden a nosotros, a nuestros amigos, a nuestros familiares y a nuestros vecinos.
Los estudios de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades han demostrado que uno de canda cinco estadounidenses sufrió abusos sexuales de niño; uno de cada cuatro fue físicamente maltratado por uno de sus progenitores hasta el punto de dejarle alguna marca en el cuerpo; y una de cada tres parejas recurre a la violencia física. Un cuarto de nosotros creció con familiares alcohólicos, y uno de cada ocho ha sido testigo de cómo pegaban a su madre.
Como seres humanos, somos una especie sumamente resiliente. Desde tiempos inmemoriales, hemos ido recuperándonos de incesantes guerras, de innumerables desastres (tanto naturales como porvocados por el hombre) y de la violencia y las traiciones en nuestra propia vida. Pero las experiencias traumáticas dejan huella, tanto a gran escala ( en nuestras historias y culturas) como cerca de nuestro hogar, en nuestras famillias, con oscuros secretos que pasan imperceptiblemente de generación en generación. También dejan huella en nuestra mente y en nuestras emociones, en nuestra capacidad de disfrutar y de mantener relaciones íntimas, e incluso en nuestra biología y nuestro sistema inmunológico.
El trauma no sólo afecta a aquellos que están directamente expuestos a él, sino también a quienes los rodean.
Aunque todos queramos seguir avanzando y dejar atrás el trauma, a la parte de nuestro cerebro que garantiza nuestra supervivencia (por debajo de nuestro cerebro racional) no se le da muy bien la negación.
Mucho después de la experiencia traumática, esta parte puede activarse ante el menor atisbo de peligro y movilizar circuitos cerebrales alterados y secretar enormes cantidades de hormona del estrés. Ello precipita emociones desagradables, sensaciones físicas intensas y acciones compulsivas y agresivas.
Estas reacciones postraumáticas parecen incomprensibles y abrumadoras. Al sentirse fuera de control, los supervivientes de traumas empiezan a temer estar dañados en lo más profundo de sí mismos sin posibilidad de redención.”
Así comienza el maravilloso libro del profesor de psiquiatría Bessel van der Kolk, El cuerpo lleva la cuenta, un libro profundamente empático, revelador y compasivo que nos acerca a una realidad de la que casi no se habla.
La mayoría de nosotras hemos vivido situaciones potencialmente traumáticas en nuestras vidas y por supuesto en nuestras infancias.
La diferencia en cómo esas adversidades nos afecten mental, física y cerebralmente y que van desde una operación quirúrgica, hasta el fallecimiento de un ser querido, pasando por todos los abusos imaginables, depende de si hubo un adulto/a capaz de ayudarnos a superar e integrar esa experiencia.
La mayoría de las veces, no hubo nadie.
Quizás viste cómo tu tío llegaba borracho y toda la familia se ponía tensa, o a tu madre “se le escapaba la mano” y vivía en un estrés constante que revertía en la manera de relacionaros en casa. O quizás vivías con mucho miedo ir a casa de tus abuelos porque tu abuelo te tocaba de maneras que a ti te hacía sentir muy incómoda.
Cuando tú eras niña, no eras capaz de poner palabras a todo esto que veías, no entendías que pasaba y si no había nadie acompañando esto, nombrándolo y proporcionando protección y seguridad, todas esas experiencias quedaron sin digerir emocionalmente.
Tu cerebro, bien porque aún no tenía el lenguaje necesario para organizarlo como recuerdo o bien porque para tu supervivencia era mejor olvidar, ha conseguido, en algunas ocasiones, que ni siquiera recuerdes todas aquellas cosas que te ocurrieron o que si las recuerdas no tengas ningún acceso a las emociones que esas experiencias te ocasionaron.
Sin embargo, al no poderse integrar siguen atrapadas dentro de ti, y sin tener contacto con la parte de tu cerebro más racional.
Por lo que toda esta memoria traumática se expresa en tu vida a través de síntomas físicos como migrañas recurrentes, contracturas musculares, dolores de estómago, insomnio…y también en sus reacciones a las cosas que te pasan y por su puesto en tu manera de relacionarte con los demás.
Pues como dice Bessel, el cuerpo lleva la cuenta de todo lo que nos ha pasado.
Las que nos dedicamos a acompañar personas que han sufrido trauma, sabemos la gran dificultad que supone vivir con todos estos disparadores y la incomprensión con la que hay que convivir.
Y en un porcentaje muy alto, también lo hemos vivido hemos necesitado y seguimos necesitando tratarnos, lo que nos hace entender muy bien y haber experimentado los tratamientos que ahora proporcionamos.
Existe la creencia, sostenida durante años por los propios profesionales, de que si la persona no mejora es porque no se esfuerza suficiente, o porque no es capaz y no lo será nunca, está dañada para siempre.
Sin embargo, eso no es lo que la ciencia y los expertos en trauma nos rebelan.
La pieza que faltaba era comprender a qué niveles afecta el trauma, y ahora sabemos que el trauma no se cura porque sepamos de manera racional qué nos pasó y de manera ejecutiva decidamos cambiar conductas.
Necesitamos trabajar a niveles más profundos cerebrales y nerviosos de manera que podamos restaurar nuestro sistema para que no se sienta en peligro de manera constante.
Necesitamos vivir cuantas más experiencias sean posibles que contradigan todas las creencias que el trauma dejó dentro de nosotras sobre nosotras mismas y sobre el mundo.
Si a consecuencia de las heridas de desarrollo y la relación traumática que mantuvimos con nuestra madre o padre existe en nosotras una creencia de que las personas solo nos valorarán si hacemos lo que ellas quieren, necesitaremos experimentar relaciones que contradigan eso, necesitaremos explorar cómo es poner límites saludables para nosotras y comprobar como podemos seguir sintiéndonos amadas.
Si no pudimos defendernos de una agresión, nos será de tremenda ayuda experimentar con nuestro cuerpo la capacidad de defendernos físicamente.
No hay una única manera de recuperarnos, pero de lo que sí estoy absolutamente segura es de que sí hay recuperación.
Solo que necesitamos es convencernos de que merecemos pasar al otro lado.
Merecemos esa recuperación, y eso puede ser lo más difícil de todo.