Desde pequeños recibimos un montón de señales externas que nos indican que el camino a la aceptación por los otros, a la integración dentro de nuestro entorno, a la supervivencia en este mundo va de la mano del ‘control’ de nuestras emociones y sensaciones.
De niños vamos a observar como emociones como el enfado, la rabia, la tristeza resultan, cuanto menos, incómodas para los que más queremos y poco a poco aprenderemos a ocultarlas, a volverlas todo lo invisibles que podamos. Y todo esto durante muchos años nos proporciona la ayuda necesaria para sentir la aceptación y el cariño que tanta falta nos hace para avanzar en nuestro desarrollo.
Y así muchas veces llegamos a adultos, habiendo desarrollado un montón de habilidades para mantenernos ‘desconectados’ de esa parte de nosotros. Sólo que no la hemos podido hacer desaparecer, es como si hubiéramos aprendido un lenguaje diferente, digamos un lenguaje casi exclusivamente racional al que todo lo que tiene que ver con nuestros sentimientos, emociones, sensaciones le llega de una manera que no es capaz de descodificar.
Ante una crisis, algo que desestabilice el equilibrio que tanto nos ha costado conseguir, puede aparecer una sensación de ‘descontrol’ que va acompañada de mucho miedo, angustia, ansiedad. Y de la percepción de que soy una persona ‘débil’, de que no puedo con esto.
Desde mi punto de vista, nacemos conectados y aprendemos a desconectarnos. Y como todo lo que es aprendido, podemos desaprenderlo para, quizás, encontrar una nueva perspectiva de las cosas que nos haga sentir más completos, más plenos y sobre todo más libres.